Las
estructuras sociopolíticas, como cualquier estructura compleja, son tanto más
inestables cuanto mayor sean las oposiciones o contradicciones de las partes
que las integran. En especial son inestables en razón de que sus unidades discretas
mantienen conflictos, actuales o latentes, entre sí, derivados de la diversidad
de intereses. Una estructura es más estable cuando contiene mecanismos que
permiten la manifestación funcional de sus unidades discretas sin llegar a
conflictos. Los conflictos son más persistentes cuando alguna connotada unidad
no llega a encajar muy bien dentro del conjunto, como un quiste dentro de la
armonía del cerebro que llega a gatillar frecuentes estallidos epilépticos. La
guerra es consecuencia de ciertas unidades muy disfuncionales que llegan a
producir tonos no muy acordes en la deseable armonía social e internacional.
Patricio Valdés Marín
Patricio Valdés Marín
Las
causas de la guerra
La guerra es un enfrentamiento armado organizado entre
dos o más grupos humanos para dirimir un conflicto socio-político o una disputa
económica o territorial. La guerra es destrucción y muerte; y la guerra total
es horror, destrucción y muerte a escala total. Los soldados podrán tener un
porte muy marcial e intentarán marchar todos hacia la gloria, pero lo que por
sobre todo queda después de una guerra es sólo odios y rencores, dolor y
sufrimiento, ruinas y tumbas, lisiados y locos, viudas y huérfanos, pues ni si
quiera la memoria queda para recordarlos.
Las distintas naciones no son necesariamente
antagónicas. No obstante son muy recelosas entre sí, considerándose mutuamente
como potenciales amenazas. La causa de esta conflictiva relación debe buscarse
en el hecho de que las relaciones internacionales están mediatizadas por
Estados que no tienen la misma racionalidad que los seres humanos, quienes,
individualmente, no sólo no son naturalmente agresivos, sino que buscan
relacionarse y compartir. El problema proviene del hecho que los individuos, al
identificarse con una nación particular, se distinguen de los individuos
identificados con otras naciones, y los consideran sus rivales.
En esta atmósfera, cualquier conflicto internacional
puede derivar en una guerra por la causa más nimia. Aunque necesariamente no
exista antagonismo, no es infrecuente que la rivalidad supere la capacidad de
entendimiento y cese el interés por arreglar las diferencias pacíficamente,
dando lugar a un enfrentamiento bélico. Las humanas señales de paz y
cooperación se diluyen con la distancia. Para comprender una guerra civil,
basta con reemplazar la palabra "naciones" por "grupos de poder
organizados políticamente" en una situación en la que el Estado se
encuentra debilitado y la estructura social en tensión.
El
ser humano como causa de la guerra
Analizando las causas de la guerra, remitámonos en
primer lugar a los seres humanos, que son los individuos que componen las
naciones. En este sentido la guerra es un fenómeno genético y psicológico
netamente humano que opera a escala socio-política. La especie humana es la
única especie animal cuyos individuos rompen el equilibrio de conflicto
motivacional de comportamiento intra-específico de ataque y retirada, de
agresión y miedo, de amenaza y apaciguamiento. No me estoy refiriendo a los
hechos de sangre, relativamente escasos, materia de la prensa roja y los
juzgados del crimen, en que un ser humano asesina con premeditación y alevosía
a su semejante, aunque éste le muestre todas las señales arquetípicas de
apaciguamiento. En la intención previa a la acción criminal podemos encontrar
desde la codicia y la venganza hasta el gozo irracional y psicopatológico de
dominar a través de la matanza. Aunque son pocos los individuos tan inmorales
que estén dispuestos a asesinar a un semejante, son escasos los seres humanos
moralmente formados que no estarían no sólo dispuestos a defender su vida y la
de los suyos matando al agresor si la circunstancia así lo exige, sino sobre
todo en matar a un agresor porque su grupo social así se lo pide.
Existen animales sociales que se matan entre sí, como
en el caso de las hormigas y las abejas de hormigueros o panales vecinos. Pero
estas muertes tienen lugar en batallas entre grupos distintos que disputan
alimentos y territorios. En los seres humanos, los motivos para una guerra son
similares a los casos expuestos, pero con los ingredientes de la identidad
social y las lealtades y fidelidades que antropológicamente se establecen a
causa de nuestra herencia cazadora y guerrera.
Estas características operan en diversas escalas:
clasificando un grupo rival y antagónico como enemigo; proyectando en el
supuesto enemigo las peores intenciones que el temor y el odio producen en uno
mismo; cobijándose en la actitud gregaria del propio grupo, erigido en una
unidad mayor que el individuo; inventando y produciendo sistemas de guerra
(estrategias, armamentos, jerarquías de mando, unidades de combate) con
racionalidad propia. Todos estos expedientes sociales y otros más son atractivos
envoltorios para imponer a la identidad individual la actitud belicosa de un
determinado grupo social.
En una situación de guerra, la agresividad humana,
función de capital importancia para la supervivencia, se vuelca desde una
actitud normalmente constructiva y defensiva a una eminentemente destructora y
ofensiva. No pocas veces las reglas que los antagonistas establecen para
guerrear son desatendidas en la necesidad de vencer, o por el odio y el deseo
de venganza que la agresión provoca. Entonces la guerra aparece como un medio
que emplea los recursos de todo orden y de manera casi ilimitada para obtener
una ventaja sobre aquel grupo social que se ha tornado en enemigo.
Lo
social como causa de la guerra
En consecuencia, la explicación de la guerra no la
encontraremos en la psicología del ser humano en tanto persona, sino en tanto
individuo, como parte de una estructura social. En esta perspectiva, la guerra
es una actividad social y cultural que parte de la psicología del individuo
humano en tanto parte de un determinado grupo. Mientras todo ser humano
persigue sobrevivir y tiene un profundo temor a la muerte, sabe que puede
asegurar su supervivencia sólo como miembro de una estructura social, con la
cual se identifica. Un grupo distinto se presenta como adversario si amenaza
con agredir o agrede de hecho al propio grupo. Los nacionalismos apelan a
bienes superiores al individuo como motivos para luchar: la sociedad
comunitaria, la conquista del espacio vital, la pureza de la raza, la grandeza
de la nación, su legendaria historia. En dichos casos, se pide al individuo que
sea capaz de sacrificar no sólo su propio bienestar, sino su propósito
fundamental de supervivencia, y asumir un estado lleno de dificultades y
riesgos, sufriendo una catarsis psicológica.
Los individuos de un grupo social en estado de guerra
necesitan proclamar un líder que encarne la voluntad de lucha para someterse a
su autoridad. Sin embargo, por ser la guerra un estado extraordinario y
usualmente desconocido, donde las pasiones abundan en detrimento de la razón,
dicho personaje puede llegar a ser el más insensato de todos, bastándole con
apuntar su dedo índice hacia alguna dirección y señalar con emotivo desgarro un
enemigo. En el intento de cohesionar al grupo y hacerlo aparecer como víctima
ante los neutrales, los individuos aceptan por completo el discurso ideológico
propio y rechazan como erróneo y falso el del contrario. El grado de odio
aumenta en forma proporcional al deseo de gloria. En esta situación irracional,
es explicable decir que una guerra se sabe cuando comienza, pero no se sabe
cuando puede terminar. La mecánica del conflicto obliga a insumir toda la
fuerza y la voluntad del grupo en el esfuerzo guerrero si se persigue el
triunfo, pero en esta acción los objetivos se opacan y diluyen al resaltarse
sólo la destrucción del contrario.
Un aspecto psicológico que se destaca por su
antecedente antropológico tribal es que un individuo combate, no por los
objetivos políticos o estratégicos que se formulen, sino simplemente por la
pertenencia a un pelotón, o a una compañía, del que se siente solidario. Este
sentimiento condiciona la estructura guerrera, de la cual los combatientes son
sus unidades discretas. Un individuo es un ser naturalmente temeroso que, como
parte de un grupo, se torna valeroso. El temor individual se sublima en la
agresividad del grupo. La falange griega y la legión romana reflejaron esta
cualidad psico-social cuando fueron organizadas como unidades básicas de
combate. Un individuo adquiere una identidad cuando entra a formar parte de
este pequeño grupo guerrero; su identidad depende de su pertenencia al grupo.
Para conservarla, hace lo que el grupo le manda. Su identidad adquiere mayor
importancia que su existencia; puede ser mandado a la muerte, y morirá para no
perder esta identidad.
A pesar del discurso guerrero motivacional, la realidad
es que el combatiente se parece más a un temeroso cordero que es guiado al
matadero, que a un agresivo león que impone su voluntad. En la dualidad
motivacional agresión-temor prima normalmente el segundo. Vista de esta manera,
la guerra no sólo constituye un acto de violencia hacia el enemigo, sino
también hacia los propios combatientes, quienes son separados a la fuerza de su
familia, su trabajo y su ambiente, y son recluidos en instituciones en extremo
autoritarias, obligados a sufrir como algo normal los peores vejámenes y
maltratos y a correr riesgos mortales, si acaso no la muerte segura.
Por otra parte, indudablemente, una cantidad de
emociones agradables de supervivencia que motiva al hombre a cazar y que
genéticamente quedó asentada en nuestra especie tras algunos cientos de miles
de años ejerciendo la caza se traslada a gratas emociones de guerra, como la
camaradería, el acecho, el sigilo, la obtención del enemigo, la victoria. En
este sentido, la guerra y la caza son similares.
La
cultura como causa de la guerra
Un tercer grupo de causas que hacen posible las guerras
se refiere a valores culturales. Así, la matanza de sus semejantes, la
destrucción de sus bienes, la ocupación de su territorio y el sometimiento de
su voluntad tienen un ingrediente cultural. La cultura ha modificado
profundamente el comportamiento natural, surgido evolutivamente, que se da en
el resto de los animales. Impone valores a tendencias innatas como, por
ejemplo, a la huida se le confiere el valor de cobardía; a la agresividad, la
de valentía. Por estas valoraciones, el individuo es aceptado o rechazado
dentro de su grupo guerrero-social. La muerte en el campo de batalla, aunque
tal vez mucho más cruel y horrorosa que en la cama, es glorificada; y un
individuo puede ser incluso deshonrado y además ajusticiado por negarse a
combatir.
El fenómeno de este tipo de valoraciones es
probablemente más intenso en el periodo de la adolescencia y la juventud,
cuando la natural sociabilidad individual busca signos, manifestaciones y
acciones de identificación social. Además, desde el punto de vista
ontogenético, la euforia guerrera, que suele actuar como detonante en un
conflicto, parte principalmente de esos estratos poblacionales cuyos individuos
aún no saben controlar el naciente impulso hormonal que esa edad trae consigo.
Para ser justos, también un conflicto es detonado por el prestigio, el poder y
la fama que pueden buscar castas militares, grupos dirigentes o individuos
patológicamente ambiciosos y vanidosos.
En definitiva, cualquier cuerpo armado está compuesto
por individuos que están genéticamente condicionados por cientos de miles de
años de antepasados cuyas existencias transcurrieron en tribus. Estas se
caracterizaron por conferir a sus componentes una fuerte identidad propia a
través de mitos y ritos y a considerar a las tribus vecinas sus potenciales
rivales. En este sentido, los militares modernos son profesionales cuyo
exclusivo objetivo es salir victoriosos de una guerra en caso de producirse.
Considerando que toda una vida profesional dedicada a la guerra puede
transcurrir sin experimentar ni una sola guerra, se puede observar en cualquier
cuerpo armado un exagerado y elaborado ritual de arquetipos atávicos de origen
tribal que un ciudadano común no logra comprender.
La
economía como causa de la guerra
Además del psicológico y el cultural, un cuarto orden
de fenómenos pertenece al económico. Los enfrentamientos bélicos superaron las
escaramuzas tribales con las nuevas estructuraciones económicas surgidas a
partir de la revolución agrícola y ganadera, hace unos 8.000 años. Los
antropólogos no han observado indicios de conflictos en la escala de la guerra
en pueblos cazadores-recolectores, cuyos miembros consumían todo lo que
diariamente les costaba obtener. Con la agricultura y la ganadería hicieron su
aparición el ahorro, la acumulación de capital y la propiedad sobre terrenos y
reses. Por una parte, los bienes e inversiones había que necesariamente
defenderlos si el nuevo sistema económico y el consecuente grado de
civilización debían subsistir; por la otra, los bienes e inversiones del vecino
se tornaban más codiciables en la misma medida que incrementaban. La revolución
agrícola-ganadera generó además un superávit alimenticio que liberó trabajo
para otras funciones sociales, entre éstas la guerrera.
La historia registra que las guerras son más
horrorosas, masivas y crueles en la misma proporción que aumenta la riqueza y,
por lo tanto, el poder bélico y el potencial beneficio de los grupos rivales.
Uno podría suponer que en tanto el capital se libere del control estatal,
pudiendo ser invertido en cualquier país, buscando el máximo beneficio, la
guerra dejaría de ser un asunto nacional. Sin embargo, lo que se observa es que
la confrontación de intereses de los mismos capitalistas es lo que está detrás
de muchas guerras contemporáneas y que impulsa a los Estados a dirigir la
guerra y a las naciones a combatir. Aunque por otra parte, un Estado
contemporáneo que busque la guerra genera instantáneamente incertidumbre y
desconfianza a la inversión, a más de incurrir en enormes costos. No obstante,
los comerciantes de armamentos descienden como buitres donde se produce algún
conflicto. Probablemente, cuando el interés nacional se identifica con el
capital nacional, como en el caso de una potencia económica, la posibilidad de
guerra es mayor que cuando el capital se hace internacional.
También desde el punto de vista económico, las
condiciones geográficas y el desarrollo tecnológico determinan los conflictos
armados. La defensa de terrenos cultivables y el deseo de dominar nuevos
terrenos cultivables han producido muchas guerras en el pasado. En los últimos
doscientos años, el nacionalismo junto con la aparición de gobiernos
centralizados en territorios que no estaban claramente delimitados políticamente
fue origen de numerosas guerras. En todos los siglos las guerras principales
han resultado de la competencia hegemónica de los imperios. Las condiciones
limítrofes y de control nacional del capital, que originaron tanta guerra en el
pasado reciente, han disminuido, y las actuales guerras se deben más bien a
establecer condiciones más favorables para la inversión de capital privado,
remozando la nación-Estado y liberándose de grupos internos considerados
parasitarios. No se sabe qué causas tendrán las guerras en el futuro.
La
política interna como causa de la guerra
En quinto lugar, la guerra es un fenómeno de política
interna. La maquinaria bélica de una nación sirve ocasionalmente para atacar al
Estado y apoderarse de éste, destruyendo sus instituciones representativas. No
pocas veces las fuerzas armadas de la nación se vuelcan contra ésta, a la que
sus miembros habían solemnemente jurado servir hasta rendir incluso su propia
vida. Este recurso, denominado golpe de Estado, es empleado por individuos o
pequeños grupos ambiciosos e inescrupulosos, según su propio arbitrio y en su
propio provecho, pretextando cualquier razón demagógica. A pesar de las
excelsas intenciones expresadas para justificar el golpe, en toda la historia
de la humanidad ninguno de estos tiranuelos ha llegado a realizar algo bueno
para su nación. El marco ideológico para acciones tan contrarias al
funcionamiento democrático de la sociedad civil, que se oponen a la confianza
depositada y que merecerían las peores sanciones por configurar la más alta
traición, lo constituye la absurda creencia de que las fuerzas armadas son las
depositarias por excelencia de los valores nacionales, monopolizando los
sentimientos de patria, heroísmo y valentía, junto con la fascista idea de que deben
tutelar el orden y la paz ciudadana.
En la actualidad, una de las principales dificultades
que enfrenta todo Estado republicano es el sometimiento duradero de sus propias
fuerzas armadas, más que la defensa territorial. Incluso en el intento de buscar
relevancia y poder, las fuerzas armadas inventan potenciales conflictos,
tensionando las amistosas relaciones internacionales. Hasta ahora nadie ha
diseñado un sistema que garantice que las fuerzas armadas no lleguen a provocar
un golpe de Estado. Hasta ahora la única garantía radica en la voluntad
democrática de todos los ciudadanos, sin excepción. Afortunadamente pasaron las
épocas cuando la cabeza del Estado era autogenerada por la guardia pretoriana o
la jefatura del Estado era ocupada por el caudillo de turno. Ello ocurrió en
una época cuando la estructura política era hegemónica en una estructura cívica
escasamente desarrollada. Sin embargo, aún persisten grupos políticos y
económicos que, sintiendo que sus egoístas intereses se encuentran amenazados
por el resto de la sociedad, recurren a las fuerzas armadas en busca de apoyo,
y éstas a menudo se sienten halagadas y prontas a protegerlos.
La
política como causa de la guerra
En sexto lugar, la guerra es un fenómeno político. La
famosa definición de Karl von Clausewitz (1780-1831) de que “la guerra es la
prosecución de la política por otros medios” está indicando lo que un grupo
social dominante está dispuesto a realizar con tal de mantener e incluso
aumentar su hegemonía o, por otro lado, lo que un grupo social sometido está
dispuesto a hacer para liberarse. Esta conocida frase refleja, no obstante, un
tipo particular de política: aquella que busca agresivamente aprovecharse de su
vecino y limitarle sus posibilidades de desarrollo en beneficio propio. Pero
cuando la política de Estado busca el bien común de la sociedad civil y la
complementación con otras naciones, la guerra aparece como la negación absoluta
de la política. De este modo, la guerra es sólo uno de los instrumentos que la
política puede utilizar para implementar sus fines y con el cual se debe ser
extremadamente cauto por los terribles efectos que ella produce.
Además, esta frecuentemente citada definición de guerra
no nos dice qué es la guerra, sino que únicamente la ubica en el ámbito de una
política externa expansionista y agresiva. Entonces la guerra proviene
fundamentalmente de la necesidad que grupos socio-políticos tienen para
estructurar su propia realidad de acuerdo a sus propios intereses particulares
y en contra de los intereses del grupo antagónico. Para ello, si la amenaza no
es suficiente, se ejerce la fuerza militar. Esta es determinada por la codicia
y la relación costo-beneficio y sin ninguna consideración por el bien común, ni
menos aún por el del contrario.
La condición previa a una guerra es un profundo
desequilibrio estructural en la convivencia de sociedades civiles distintas y
la negativa a ceder posiciones para establecer nuevos equilibrios de consenso.
El temor, la desconfianza y la codicia a menudo opacan los acuerdos de paz y la
buena voluntad. No obstante la guerra parte de Estados en cuya política
agresiva la influencia de su aparato militar es gravitante.
El
militarismo como causa de la guerra
En séptimo lugar, la guerra es un fenómeno netamente
bélico. Una guerra ocurre porque existen organizaciones y maquinarias
militares. La función de una fuerza armada ha sido históricamente el dominio de
pueblos y la formación de imperios por parte de grupos de poder. Como
contrapartida, también su función ha sido mantener la defensa a la autonomía de
pueblos frente a la agresión de otros. Desde la Revolución francesa y
especialmente durante el siglo XIX su función ha sido marcar el mapa político
del mundo, en un esfuerzo de cada nación, identificada a través de un Estado,
por ocupar y sostener un territorio determinado frente al poder militar de sus
vecinos. Existió la creencia de que el espacio terrestre es fuente de riquezas
para ser usufructuadas por la sociedad civil que lo ocupa y que le permite
simultáneamente mantener un poder relativo.
En nuestra época, existe incertidumbre respecto a la
función de los ejércitos. Por una parte, la superficie terrestre se encuentra
virtualmente demarcada políticamente, existiendo sólo algunos pocos cientos de
kilómetros cuadrados en disputa por no haber sido claramente delimitados. Por
otra, el poder de la riqueza está en realidad representado por el capital, en
su mayor parte de carácter privado, el cual, precisamente en ausencia de
guerras, ha ido experimentado una acumulación verdaderamente gigantesca, se ha
ido concentrando en pocos conglomerados financieros y se ha ido
internacionalizando. Así, en la actualidad es poco clara la función de los
Marines al invadir un país del Tercer mundo, pues ya no se puede hablar de
capital yanqui amenazado, exceptuando cuando existen intereses económicos
ligados especialmente a fuentes de energía cada vez más escasas. Finalmente,
aquellos Estados que dependen de plantas atómicas para su demanda energética
son particularmente vulnerables a ataques bélicos convencionales.
En la guerra se emplea la fuerza con violencia en
grados que pueden llegar a no tener límite hasta no conseguir la sumisión del
contrario. El citado Clausewitz, uno de los filósofos de la guerra
desafortunadamente más influyentes, afirmaba que la finalidad de la guerra no
es simplemente la derrota del enemigo, sino que la destrucción de sus fuerzas militares,
la conquista de su territorio y el sometimiento de su voluntad. Así, este
filósofo fue un profeta y hasta apologista de la guerra total. No reconoció que
el objeto de la guerra debería ser la modificación o la eliminación de las
causas que la provocan.
Fuerzas
armadas
Para la guerra se organizan estructuras de combate, que
son las fuerzas armadas. Estas son extremadamente funcionales para el empleo
del poder bélico al poseer estructuras de verticalidad de mando,
no-deliberación de sus componentes y obediencia ciega, enorme poder, dedicación
completa, grandes recursos, además de su inherente secreto, disimulación y
engaño. Mientras que sus integrantes se sienten imbuidos de todas las virtudes
que otorgan la valentía y la caballerosidad que otrora defendía viudas y
huérfanos.
El objeto de una fuerza armada es primariamente
disuadir al potencial adversario y vencerlo si se desencadena el conflicto.
Como anotaba Julio César (100 adC – 44 adC) en su Guerra de las Galias, los
efectos de una derrota suelen ser absolutamente desastrosos para la integridad
de un pueblo, siendo la paz determinante
para su estabilidad y permanencia. Una derrota debe ser evitada a toda costa.
Por ello, la disuasión puede justificar estas estructuras bélicas dentro de una
nación que persigue la paz. No obstante, la disuasión, como función
política-militar perfectamente válida, trae involuntariamente de la mano la
amenaza y el amedrentamiento; y una nación, o un grupo socio-político, se suele
valer de esta otra función para lograr sus propios propósitos en desmedro de
legítimos derechos de otro grupo, sin ninguna necesidad de recurrir a la
guerra. También el grupo antagónico, al verse amenazado, aumenta su
preocupación por la defensa, entrando ambos grupos en una espiral armamentista
que consume preciados recursos.
En tanto estructura combativa, una fuerza armada debe
ser más poderosa que su adversario para vencerlo en el combate, o al menos debe
tener el suficiente poder para llegar a dañarlo severamente, de modo que éste piense
dos veces antes de llegar al enfrentamiento. El poder proviene tanto de la
superioridad numérica, la organización y la calidad de armamento como de una
estrategia efectiva. La tecnología moderna tiene el efecto de acrecentar el
valor de la estrategia. A menudo se piensa de manera conservadora y
tradicionalista que una estrategia efectiva consiste en imitar servilmente las
formas más perceptibles de aquellas fuerzas armadas vencedores, sin considerar
que todo enfrentamiento es en gran medida inédito y no tiene modelos ni leyes,
excepto la moral a toda prueba de sus soldados y el genio estratégico de sus
conductores.
Es natural que un ejército se estructure siguiendo el
modelo de aquél que ha tenido éxito en la guerra. Hasta 1870, el modelo era el
ejército napoleónico que, entre otras características, se basaba en el
reclutamiento nacional, lo que supone la idea de nación. Sin embargo, en la
batalla de Sedán, el ejército de estilo napoleónico fue derrotado por el
prusiano. Este había sido la creación de Federico Guillermo I Hohenzollern
(1688-1740), el rey sargento, que lo había empleado para generar el Estado
prusiano, y de paso había engendrado el militarismo alemán. La base de su
ejército consistió no en la tradicional oficialidad que provenía de la nobleza,
sino en profesionales formados en academias militares, quienes, solo por
coincidencia, eran nobles. Además, Otto von Bismarck (1815-1898) implantó, a
partir de 1862, el reclutamiento nacional obligatorio, incluso para tiempo de
paz. Desde entonces, en la mayoría de los países las fuerzas armadas tendieron
a estructurar establecimientos militares muy cohesionados, permanentes y
gravitantes en los recursos nacionales.
No obstante, las fuerzas armadas han quedado muy
separadas de la civilidad y muy ajenas de sus objetivos, como si fueran un
Estado dentro del Estado, y con una subcultura impenetrable para los civiles,
como lo fueron una vez los jenízaros en el Imperio turco. Por otra parte, los
modelos más imitados por ellas constituían fuerzas armadas verdaderamente
ofensivas, hechas para construir imperios, y no puramente defensivas y
disuasivas, como el que un Estado pacífico necesita organizar.
Una fuerza armada es una estructura que tiende a ser
autónoma del Estado en razón de su especial funcionalidad. En pos de constituir
una eficiente maquinaria bélica, ella se separa del conjunto de la civilidad,
la que es considerada con suspicacia y hasta como un adversario. También en pos
de conferirle a su funcionalidad tan especial bases estables y duraderas, ella
adopta estructuras que tienden a conservarla inmutable. Sin embargo, esta
tendencia derrota su propio objetivo principal. Una guerra la ganan las fuerzas
armadas más innovadoras, aquellas que consiguen crear estructuras para las que
sus oponentes son vulnerables, y que están compuestas por ciudadanos decididos
a defender su nación.
La
guerra total
Las fuerzas armadas son estructuras que han ido
adquiriendo en el curso de la historia mayor eficiencia ofensiva y defensiva.
Desde el surgimiento de las fuerzas armadas nacionales y a partir de la
Revolución industrial las guerras han llegado a demandar el esfuerzo de toda
una nación y a utilizar todos sus recursos. Todo lo perteneciente a una nación,
exceptuando acaso y por convención los hospitales, ha llegado a ser considerado
objetivo bélico. Aunque los civiles no son directamente combatientes, se estima
que de alguna manera u otra contribuyen al esfuerzo bélico. El concepto de
guerra total ha pasado a engrosar el vocabulario estratégico como algo natural
y hasta inteligente. Arrasar vastas poblaciones civiles es parte de la
estrategia militar y de lo éticamente aceptable. Se supone que destruye la
moral bélica del enemigo.
Incluso, la destrucción del mundo es considerada por
mentes políticas y militares como una posibilidad de un conflicto bélico que
escale al uso de armas termonucleares. Algunos no vacilarían en apretar el
botón de la destrucción total, o del holocausto nuclear, como se le llama, como
tampoco se ha vacilado en fabricar y acumular decenas de miles de ojivas
nucleares, cada una de las cuales es más poderosa que todos los explosivos
usados en la última guerra mundial. La gigantesca fuerza disponible para usos
bélicos, gracias a la tecnología moderna, hace de los ejércitos tan destructivos
que, si fuera utilizada, acabaría con ellos mismos, además de todo aquello que
intentan defender. Lamentablemente, esto es posible. La historia ha registrado
una actitud semejante en la del rey de Epiro y Macedonia, Pirro, cuando
combatió en auxilio de Siracusa contra los romanos, en 278 a. C. La lógica de
la guerra, como otras muchas lógicas, sigue indefectiblemente su propio camino
a partir de insensatas e inhumanas premisas que se aceptan sin crítica e
irresponsablemente.
Conclusiones
La guerra obedece, por tanto, a complejos motivos que
pueden ser explicados por la estructuración y funcionalidad de los seres
humanos y de las estructuras sociales y económicas que genera. Esto no
significa que las guerras son irremediables y que existe un determinismo
bélico. Un ser humano puede convivir pacíficamente con sus semejantes sin
recurrir siquiera a insultos gracias a una estructuración ética y psicológica
conveniente, donde existe equilibrio y sensatez. De la misma manera, una nación
puede estructurarse social y políticamente según una justa intencionalidad de
sus componentes, tanto dirigentes como dirigidos, de modo que el trato con sus
vecinas sea de paz, cooperación y entendimiento. A pesar de ello, la historia
humana muestra un sinnúmero de episodios bélicos, como si la guerra fuera parte
de las relaciones internacionales normales. Ello es parcialmente verdadero,
pues, por una parte, toda nación valora la seguridad, y para prevenir los
riesgos y las acciones de amenaza por parte de naciones belicosas que están
dispuestas a guerrear, una nación erige sistemas de defensa. Por la otra, no se
puede ignorar la existencia de naciones verdaderamente belicosas, que hacen de
la guerra su política internacional y parte de sus valores culturales y éticos
más preciados, aunque todo ello se disfrace de buena voluntad e intenciones
pacíficas y humanitarias, por ejemplo, los EE.UU. de N.A.
Observamos anteriormente que la actitud ofensiva hacia
los miembros y grupos de nuestra propia especie es un rasgo netamente humano.
Solamente la especie humana, de todas las especies animales, tiene la capacidad
para planificar, proyectar y prever. La ofensa, en tanto medio elegido
premeditadamente, es la agresividad empleada para la obtención de un fin
preconcebido, aunque tal medida signifique destrucción, sufrimiento y muerte.
Por ello no puede haber guerra justa, sólo existe el derecho a la defensa; la
ofensa agresiva no es otra cosa que la codicia que no respeta los derechos
ajenos.
He procurado en este libro no moralizar, sino que
observar fríamente la realidad. Observándola, hemos inclinado nuestra cabeza
ante los hechos, tratando, eso sí, de buscar explicaciones. Así, como
conclusión, pienso que si el curso de la estructuración política en el ámbito
internacional estuviera en la línea de la cooperación entre los Estados,
estaríamos presenciando el ocaso de las fuerzas armadas nacionales. Una vez que
han quedado determinados los territorios y fronteras de cada nación-Estado,
proceso que ha tomado al menos un par de siglos, innumerables guerras e
indecibles sufrimientos, y una vez que las soberanías territoriales reclamadas
han sido respetadas por las otras naciones-Estados, la amenaza desaparece,
surge el deseo de cooperación y desaparece la urgencia de la defensa territorial.
Sin embargo, no se puede ser tan ingenuo como para
creer que si las fuerzas armadas nacionales quedaran obsoletas, quedaría
asegurada la paz del milenio. Sin contabilizar la gigantesca fuerza codiciosa
del capitalismo, otras fallas estructurales –Marx hablaría de contradicciones–
surgirán, pues nuestro universo del espacio-tiempo es de cambio, transformación
y estructuración, y nosotros, que perseguimos la supervivencia y la
reproducción, la autorrealización y la trascendencia en un universo de recursos
(cada vez más) limitados, estaremos frecuentemente más preocupados por nuestro
propio interés individual y nacional que por el bien del conjunto de naciones.
Una de esas fallas estructurales que probablemente llegue a manifestarse
próximamente será el agotamiento de los hidrocarburos como el recurso
energético que sostiene la actual civilización y su enorme población.
Notas:
Este ensayo, ubicado en http://unihum9g.blogspot.com/, corresponde al Capítulo 7, “La guerra”, del
Libro IX, La forja del pueblo (ref. http://unihum9.blogspot.com/).